ENTRE PEÑA AMAYA Y PEÑA ULAÑA NACE EL CORAZÓN DE LAS LORAS
J. C. R. / Burgos
Los dos macizos rocosos de piedra caliza se desafían uno frente a otro y compiten como enclaves defensivos desde la época prerromana hasta la Reconquista.
Entre Humada, los dos Ordejones (de Arriba y de Abajo), Amaya y San Martín nacieron las peñas y las Loras, que así se le denomina a esta comarca, que, sin tener una altitud notable, pues rondan los 1.200 ó 1.300 metros, permiten una espectacular visión de esta zona de la provincia. Situada al noroeste y pegada a la provincia de Palencia han sido a lo largo de la historia de la humanidad enclaves importantes desde la época prerromana hasta la actualidad pasando por la Reconquista.
Belleza fina, sin estridencias. Lomas rígidas, piedra caliza y vegetación propia de la España continental, lugares en los que la población resistió el paso de decenas de civilizaciones, por ejemplo la peña El Castillo, una acrópolis natural asediada por las tropas del emperador Augusto o la capital, Amaya Patricia, que sufrió las acometidas y luchas entre cristianos y musulmanes.
En Peña Amaya la vegetación trae aromas de tomillo y aliagas, de manzanilla y brezo. Eso en su base, en el regazo más hondo de la montaña porque arriba, en las peñas, en las crestas, las rapaces sobrevuelan por encima de la montaña.
Peña Amaya es suave en las formas, pero agreste y fría en su interior. Los inviernos nevosos han modelado su figura de fina estampa; los vientos fríos del norte han rapado su vegetación al ras del suelo y el calor de los veranos secos ha permitido ver en su esplendor la caliza rala de su altura.
Peña Amaya se deja ver; se deja conocer, pero de lejos. Tanto que desde cualquier punto del noroeste de la provincia se levanta altiva. La distancia engaña y cuando parece que uno la puede tocar con la punta de los dedos, se desvanece. Es el sueño querido por muchos pero que se queda cerrado entre el consciente y el subconsciente del duermevela.
Ulaña
La Peña Ulaña, desde enfrente, mira y desafía sin cesar a Amaya. Levanta la vista desde el otro lado de la carretera y empuña su arma. Sus crestas la envalentonan y es entonces cuando se lanza al ataque visual. Sus formaciones sinclinales son espadas afiladas; el monte abrupto es el contrapunto de la llanura sobre las que se configura Peña Amaya que, de lejos, parece la cubierta de ese Titanic fantasmagórico varado en mitad de la Castilla que ya roza con el Cantábrico.
Desde Ulaña se divisan las nueve Loras: Carrascal, Pinza, Tuerces, Rebolledo de la Torre, Albacastro, Villela, Cuevas de Amaya, Barriolucio y como no, la reina del lugar: Peña Amaya.
Llega en ‘otoñinvierno’–esa estación intermedia que se balancea en las copas de los árboles para hacer caer las últimas hojas secas de los castaños, los chopos, las hayas y los robles carrascos– y las heladas de madrugada esparcen sobre las rocas una capa de raso blanco para que el sol de mediodía la rasgue y la convierta en millones de pequeñas gotitas para que la tierra chupe y se alimente.
Y desde allí, el caminante mira al horizonte, frota sus ojos heridos por la sencillez de la montaña y emprende camino a la posada donde el calor de la leña en la chimenea no es capaz de consolarle.
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